
Buenos Aires, un día, siempre.
Esta carta que escribo para no escribirte. Para insistir en la imposibilidad de
que ésta, otra, alguna carta exista y sea un medio capaz de abarcar algo de mi
palabra, de vos, de mí, de algún pasado nuestro.
Sería infame pretender conocer tu dirección actual pero las cartas no están
hechas para no ser mandadas; entonces, es infame y doloroso que desgrane
palabras por este agujero infinito de tu invierno. Y sin embargo, lo pertinaz
persiste, mientras otros papeles tuyos se desordenan en mi escritorio.
¿A dónde te envío mis señales absurdas de destino después de casi quince años?
Absurda yo, en realidad. Irreverente de tiempo. Yo, que no sé de verdades
reveladas, que quisiera cambiar la rotación de este planeta y descender la
escalera del tiempo hasta vos, para encontrarme en tus enojos y tus amores de
mí, por mí; en la que fui de vos, por vos y de mí.
¿Qué me explicaron de escaleras temporales y de inviernos, los días del amor? ¿
Con qué argumento me quedo hablándole a la vida de tu pelo castaño y tu mechón
dorado? ¿Con qué memoria que me desconozco sostengo tanta memoria de vos, y te
sigo hablando en el silencio, en la absurda esperanza de que estalle la cuarta
dimensión en medio de nuestra cama de ayer, que ya es sólo mía? ¿Con qué locura
extraña y sabia el amor encuentra sus espacios para persistir después de tanto?
¿Cuál es la trampa de tu nombre que me dejó enredada en esas siete letras que
sigo amando, en ese orden maravilloso que su cadencia indica? Y no hay otro, y
yo me desconozco en tal obstinación, pero así es este laberinto de tu nombre de
ayer, que sigue irrumpiendo en cada presente indefinido, infinito.
¿A dónde van las cartas sin destino cierto, a qué extraño buzón, en qué boca
atemporal arrojo estas palabras de siempre y para siempre? ¿En dónde te cuento
que la vida sigue, y es buena; que, como te prometí, yo estoy tejiendo y
destejiendo los futuros que no tuviste? Vos, todavía, me debés algo de olvido,
amado Vicente.
Tu Amor, siempre.