Se jugaba
la Intercontinental. Por América, Boca. Por Europa, el Real Madrid. Lugar,
Tokio.
Iba
camino a mi jornada diaria, y me enfurecía pensar que, con el país en una
cornisa, un partido fuese más importante
que todo el futuro.
Las
calles estaban desiertas y los bares y confiterías estallaban de gente. De
fútbol entiendo poco, soy de Independiente por afinidad con alguien de algún
momento de mi temprana adolescencia. Vicente era “bosterito”.
Ya
había doblado a la derecha en la Avenida Belgrano. Se jugaban los últimos
minutos. Si el Real Madrid no hacía un gol, Boca ganaba por dos a uno. El gol
del Real no llegaba. El asfalto parecía potenciar el silencio. De pronto se
cumplió el tiempo, Boca se consagra Campeón Mundial. Entonces la calle estalla
de bosteros, desde los autos, desde las bicicletas, desde los bares, desde...
Se me hizo un nudo y se me dio por extrañar.
Es
cierto, son una plaga, pero yo todavía no pude descolgar de la cocina el puto
banderín que colgó, pese a mi protesta, ni pude sacar el imán que colocó de
prepo en la heladera, y no es porque le haya levantado un santuario, todo lo
contrario, pero a Boca no la pude erradicar de casa.
Así son
estos bosteros de mierda, se te meten en el alma para no salir jamás de ella.
De (Decires "Breves ensayos Poéticos en prosa)". Ed. Corregidor. 2003
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